El incendio de la Torre Grenfell en Londres, ocurrido la madrugada del 14 de junio de 2017, fue una de las catástrofes urbanas más devastadoras y moralmente inaceptables del Reino Unido contemporáneo.

Setenta y dos personas murieron en un edificio que, al momento del siniestro, estaba revestido con paneles altamente inflamables —una elección deliberada, económica y letal. Este documental, dirigido por Olaide Sadiq, reconstruye con dolorosa precisión los múltiples niveles de responsabilidad que hicieron posible lo que nunca debió haber sucedido. Es una obra conmovedora e indignante, no sólo por las imágenes del fuego, ni siquiera por los testimonios de los sobrevivientes —que son estremecedores—, sino por la claridad con la que se exponen las decisiones políticas, técnicas y económicas que convirtieron un edificio seguro en una trampa mortal.

La película no sigue una estructura lineal: alterna la cronología de la noche del incendio con sus prolongadas y aún inconclusas consecuencias. Esta forma de narrar refleja con acierto la desorientación que acompaña tanto al caos de la tragedia como a la falta de respuestas claras en los años posteriores. Lejos de ofrecer un relato cerrado, el guion se sumerge en la complejidad estructural del desastre: la desregulación del mercado inmobiliario, el desprecio por las advertencias técnicas, la omisión de aprendizajes previos, y una cultura institucional que priorizó la estética barata y la rentabilidad por encima de la vida humana.

Una de las aristas más alarmantes es el papel del gobierno británico en la relajación de controles. Durante los años de austeridad y "guerra contra la burocracia" promovidos por el gobierno de David Cameron, se debilitó el marco regulatorio en materia de construcción y seguridad. En 2009, el incendio en Lakanal House —otro edificio londinense con revestimientos inflamables— dejó seis muertos. Fue una advertencia clara que otros países habrían tomado como punto de inflexión. El Reino Unido, sin embargo, optó por mirar hacia otro lado. Las normativas no se reforzaron. Las empresas continuaron instalando materiales sabidamente peligrosos, protegidas por la inacción del Estado y un mercado libre de sanciones.

La renovación de Grenfell fue gestionada por el consejo local del municipio de Kensington y Chelsea, que deseaba "embellecer" el edificio —una torre de hormigón brutalista— porque depreciaba el valor inmobiliario del vecindario. Se optó entonces por revestirlo con paneles de aluminio unidos con una capa de polímero altamente combustible, los más baratos del mercado. Una filial francesa de una empresa estadounidense los vendió, ocultando pruebas internas sobre su peligrosidad. La elección estética, supuestamente pensada para armonizar con las viviendas de lujo de la zona, se convirtió en un crimen por omisión sistemática. Y aunque la cadena de decisiones involucró a múltiples actores —arquitectos, contratistas, proveedores, funcionarios— todos sabían, en algún nivel, el riesgo que implicaban. Y, aun así, siguieron adelante.

El documental también aborda críticamente la antigua política británica de emergencia ante incendios en edificios altos: el llamado stay put, que aconsejaba a los residentes permanecer en sus departamentos para evitar inhalación de humo o accidentes durante la evacuación. Esta política, vigente al momento del incendio, partía de la suposición de que los edificios estaban construidos con materiales ignífugos, capaces de contener el fuego en un solo piso. En Grenfell, esa premisa resultó fatal. El fuego se propagó velozmente a través del revestimiento exterior, envolviendo todo el edificio en minutos. Los bomberos, valientes en la ejecución, pero mal preparados por sus superiores, tardaron en advertir la magnitud del colapso estructural. El cambio de protocolo llegó tarde, y muchas de las víctimas murieron esperando instrucciones que nunca llegaron o que fueron, simplemente, erróneas.

Las responsabilidades institucionales también son materia del documental. Theresa May, entonces primera ministra, accede a ser entrevistada, aunque su lenguaje cuidadosamente calculado no logra disipar la sensación de negligencia generalizada: "Había regulación, solo que no estaba a la altura", afirma. Brian Martin, el funcionario encargado de la normativa de construcción en ese momento, comparece en la investigación con vergüenza palpable. Otros, como Eric Pickles —secretario de vivienda durante la etapa clave de la renovación—, exhiben una arrogancia desconcertante. Pickles llegó a declarar en la audiencia que "no tenía todo el día" para responder preguntas y confundió el número de muertos de Grenfell con las víctimas de otro desastre. Pese a todo esto, fue ennoblecido con un título vitalicio en 2018.

Lo más perturbador, sin embargo, no es el fuego. No son las imágenes ni los gritos desgarradores. Lo más devastador son las voces de los sobrevivientes, de las familias que perdieron a sus hijos, padres, hermanos, vecinos. Son relatos que desbordan el marco del documental y que se instalan como una deuda moral en la conciencia pública. Historias de gente común atrapada entre la pobreza y el desdén institucional. Porque, a ocho años del incendio, aún no hay condenas penales, ni demandas colectivas resueltas. Y lo que es peor: miles de edificios en el Reino Unido siguen revestidos con los mismos materiales inflamables.

 

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